Caracterizado esencialmente por la ordenación jurídica y política de la sociedad, el Estado constituye el régimen de asociación humana más amplio y complejo de cuantos ha conocido la historia del hombre. Es el último eslabón de la larga cadena de las formas de organización de la sociedad creadas por el instinto gregario del hombre y representa la primera forma propiamente política de asociación, puesto que tiene un poder institucionalizado que tiende a volverse impersonal. La >horda, el <clan, la >tribu, la <confederación de tribus y cualesquiera otras formas anteriores de organización social fueron “prepolíticas”. En ellas la fuerza y la arbitrariedad pusieron orden en la sociedad, con ayuda de invocaciones supersticiosas a la divinidad. No existió en ellas el grado superior de organización de la autoridad pública que se ha dado en llamar >institucionalización del poder y que es atributo propio y diferencial del Estado.
Por supuesto que varios pensadores tienen del Estado una idea mucho más amplia. Para algunos de ellos la palabra Estado comprende la nutrida variedad de formas de asociación humana prepolíticas y políticas que se dieron en el tiempo. Asignan a la palabra Estado latamente la significación de sociedad política. Sólo excluyen de la comprensión del concepto a las comunidades primitivas nómadas, ya que ellas carecieron de un elemento que parece ser esencial al concepto de Estado: la relación permanente entre la comunidad humana y el territorio.
Comparto los criterios del escritor inglés Henry Main (1822-1888) y del antropólogo y etnólogo norteamericano Lewis H. Morgan (1818-1881), dos precursores de la antropología política en la segunda mitad del siglo XIX, en el sentido de que hay una clara distinción entre las antiguas sociedades basadas en el parentesco y las actuales sociedades basadas en la territorialidad, distinción que más o menos corresponde a la noción de “sociedades sin Estado” y “sociedades estatales” formulada por los modernos antropólogos políticos, entre ellos los británicos Meyer Fortes (1906-1983) y Edward E. Evans-Pritchard (1902-), como resultado de sus investigaciones en los grupos primitivos africanos.
Tengo una idea más restringida de lo que significa Estado. Desde mi punto de vista, la polis griega, la civitas romana, el regnum medieval ni otras formas más o menos elementales de asociación humana fueron Estados. Les faltaron los atributos que la historia entregó después a la sociedad política. El Estado, como fenómeno histórico, emergió al mismo tiempo que el concepto de soberanía y de una serie de elementos que recién aparecieron en el Renacimiento, como enseguida lo veremos.
El Estado es una sociedad política totalizadora o, para decirlo con las expresiones del profesor John Rawls de la Universidad de Harvard, completa y cerrada. Lo es en el sentido de que el ser humano encuentra en ella cabida para todos los propósitos importantes de su vida —físicos, espirituales y morales— y de que además no puede retirarse de ella como pudiera hacerlo de cualquier otra asociación. En efecto, el hombre no puede aislarse del Estado o salir de él sino para insertarse en otro Estado, bajo cuyo ordenamiento legal y autoridad queda obligado. Esta es una de la grandes diferencias entre el Estado y las asociaciones parciales: en éstas el hombre puede libremente pertenecer o dejar de pertenecer a ellas. El ingreso y el retiro son actos voluntarios suyos. Mientras que la pertenencia al Estado está determinada por el nacimiento y su salida por la muerte, que son hechos que no dependen de la voluntad individual de alguien. La única excepción que existe es la de la naturalización, esto es, el cambio voluntario de una nacionalidad por otra; pero ni aun en este caso la persona queda al margen del Estado, cualquiera que éste sea, y por tanto está sometida a sus leyes y autoridades territoriales.
Una persona puede decidir no pertenecer a determinada asociación pero no puede decidir no pertenecer a un Estado ni dejar de cumplir las leyes de aquél en cuyo territorio se encuentra.
1. Definiciones. Cuentan que el economista y escritor francés Federico Bastiat (1801-1850) propuso en cierta ocasión que se crease un premio de un millón de francos para quien diera una buena, simple e inteligible definición de la palabra Estado. Con esto quiso dar a entender el gran teórico del liberalismo económico francés del siglo XIX —quien, como buen liberal, tenía un muy mal concepto del Estado— lo difícil que resultaba ponerse de acuerdo en esa definición. Como en otros conceptos claves de la teoría política, en el del Estado los tratadistas han propuesto las más diversas definiciones. Cada pensador ha dado la suya de acuerdo con la filosofía política que profesa y ha destacado en ella los elementos que, desde su particular punto de vista, son los más importantes del concepto de Estado.
Esas opiniones han ocupado un espectro conceptual muy amplio, desde la frase que se atribuye a Luis XIV: “el Estado soy yo”, muy propia del orden de cosas del <absolutismo monárquico, hasta la apreciación marxista de que el Estado es el “instrumento de dominación de una clase sobre las demás”, pasando por la proclama mussoliniana de “nada contra el Estado, nada fuera del Estado, todo dentro del Estado”, que define a la perfección el >totalitarismo fascista. Todas estas definiciones, entre las que está también la ingenua de los liberales del siglo XVIII, de que las leyes que norman el Estado son siempre la plasmación de la >voluntad general, responden a diversos puntos de vista ideológicos sobre la fenomenología social.
El conjunto de esas opiniones ha echado mucha luz sobre lo que es el Estado como fenómeno histórico moderno y universal. Los diferentes puntos de vista de las ideologías políticas han servido para decantar en el tiempo sus elementos esenciales. El aporte de los pensadores absolutistas —Jean Bodín (1530-1596) y Thomas Hobbes (1588-1679)—, no obstante su sesgada concepción de la vida social que se explica por las circunstancias en que les tocó vivir, fue importante para identificar en el Estado uno de sus elementos fundamentales, que es la soberanía. Las ideas liberales sirvieron para redimirle del aprisionamiento autoritario en que había nacido. Las propuestas socialistas le dieron un nuevo contenido y más amplios destinos pero al mismo tiempo implicaron duras críticas sobre algunas de las funciones que cumple.
Para el >marxismo el Estado es la expresión política del poder de una clase que ha asumido el control de la sociedad. Las instituciones estatales ejercen la función de asegurar la permanencia de ese poder y de avalar los privilegios económicos que forman parte inseparable de él. Desde esta perspectiva, el Estado es una entidad “superestructural” que obedece a la división de la sociedad en clases con intereses antagónicos y cuya misión esencial es defender el patrimonio y la posición política de la clase dominante.
Como ocurre con las nociones fundamentales de la Ciencia Política —libertad, justicia, derechos, democracia, desarrollo— las definiciones de Estado son imprecisas y contradictorias. Están condicionadas, como es lógico, por los puntos de vista ideológicos. Sin embargo, se pueden advertir dos grandes perspectivas al respecto: la “optimista” de los conservadores, liberales, neoliberales y demás tendencias doctrinales afines, que consideran que el Estado es una entidad útil y necesaria puesto que representa los intereses de “toda” la colectividad; y la “pesimista” de las doctrinas de la vertiente socialista, que niegan que el Estado represente los intereses de “toda” la sociedad, sino tan sólo los de la clase dominante, y que sea capaz de “conciliar” las posiciones encontradas de los distintos estratos sociales. La consecuencia del primer punto de vista es el mantenimiento del Estado tal y como existe, sin modificación o a lo sumo con cambios de maquillaje; y las del segundo, la abolición progresiva del Estado conforme desaparezcan las clases sociales para ser remplazado por otro tipo de organización social, de acuerdo con la postulación marxista, o bien su modificación fundamental, como proclaman las otras formas de >socialismo.
“El Estado —afirmó Federico Engels, resumiendo la tesis marxista sobre el tema— no existe desde toda la eternidad. Hubo sociedades que se pasaron sin él, que no tuvieron ninguna noción del Estado y de la autoridad del Estado. En cierto grado de desarrollo económico, necesariamente unido a la escisión de la sociedad en clases, esta escisión hizo del Estado una necesidad”.
Por supuesto que el Estado no es una institución inmóvil ni inmutable. Está en permanente transformación. Dado que es un producto histórico de la sociedad cuando ha llegado a un grado de desarrollo determinado, el Estado es una “categoría histórica” que ni existió siempre ni puede aspirar a una vida eterna. Su nacimiento está ligado a un período determinado de la historia —el Renacimiento— del que no puede desvincularse. Fue allí cuando, como resultado del proceso de unificación de los entes políticos europeos bajo el absolutismo monárquico, apareció el Estado como unidad sociopolítica.
Desde entonces la palabra Estado designó una cosa enteramente nueva: la unidad de poder organizada sobre un territorio determinado, con un orden jurídico unitario, una competente jerarquía de funcionarios públicos, un ejército permanente, un sistema impositivo bien reglado y un régimen político en que los medios reales de gobierno y administración, que hasta ese momento fueron de propiedad de innumerables señores feudales, se transfirieron a favor de los monarcas absolutos, primero, y de los gobiernos representativos más tarde, a partir del triunfo de las ideas democráticas que esparció por el mundo la Revolución Francesa.
2. Formas de Estado. La tipología de las formas de Estado es muy variada. Depende de los puntos de vista de cada investigador. En un riguroso esfuerzo por sistematizarlas y sin pretender agotar, ni mucho menos, los modos de ordenación estatal posibles, he escogido dos criterios diferenciales muy claros: la participación del pueblo en la toma de decisiones dentro del Estado y la distribución del poder político según el territorio. Del primer criterio se desprenden dos grandes tipos de Estado: el democrático y el autocrático, según se concedan o no posibilidades reales de participación popular; y del segundo, otras dos: el unitario y el federal, de acuerdo con el grado de descentralización jurídica y política que se establezca.
3. Elementos constitutivos. El Estado tiene cuatro elementos constitutivos: el >pueblo, que es su elemento humano; el >territorio, que es su entorno físico; el >poder político, que es la facultad de mando sobre la sociedad; y la >soberanía, que es su capacidad de autoobligarse y autodeterminarse sin sufrir interferencias exteriores.
Los cuatro elementos deben concurrir para que pueda haber Estado. Si uno solo de ellos falta no hay Estado. Por supuesto que es inimaginable la ausencia del pueblo. Sin el elemento humano no hay organización social posible. Tampoco la hay sin el territorio. El Estado es una organización esencialmente territorial. Todos sus elementos están referidos al territorio. El territorio es el ámbito de validez de su ordenamiento jurídico y de su autoridad. Carece de fundamento científico la afirmación de que puede existir o ha existido un Estado sin territorio, como en el caso de Israel durante la diáspora. Lo que hubo entonces fue una >nación, es decir, una comunidad fuertemente vinculada por lazos históricos, culturales, religiosos y lingüísticos, que a pesar de su dispersión no perdió su conciencia nacional, y que se convirtió en Estado el momento en que las Naciones Unidas en 1948 le asignaron un territorio. Sin el poder político, que es el elemento de disciplinación social, no es posible la permanencia del Estado. Y sin la soberanía, aunque haya todos los demás elementos, no es factible la existencia de la entidad estatal. Una comunidad que tenga pueblo, territorio y gobierno pero a la que falte la soberanía, puede ser una colonia pero no un Estado.
4. Estado y nación. En el lenguaje común —y, en ocasiones, hasta en el técnico— se suelen confundir los conceptos nación y Estado. Pero ellos son diferentes. El primero es un concepto eminentemente étnico y antropológico que se refiere a un grupo humano unido por vínculos naturales establecidos desde muy remotos tiempos. El segundo es una estructura jurídica y política montada sobre la base natural de la nación.
Para decirlo de otra manera, el Estado es la vestidura orgánica y política de la nación. El Estado es la nación jurídica y políticamente organizada. Es una armazón colocada sobre la nación preexistente como unidad antropológica y social. La nación es, por tanto, la base humana e histórica ab inmemorabili sobre la que aquél se levanta.
La mayoría de los Estados se ha organizado sobre más de una nación, de modo que regimentan política y jurídicamente a diversos grupos étnicos, culturales y religiosos y los reducen a una sola unidad política bajo su orden jurídico. Hay también naciones que soportan más de una estructura estatal, en razón de que varios Estados se han organizado sobre ellas.
Sin embargo, el fenómeno general es el primero. La mayor parte de los Estados tiene carácter plurinacional. No son muchos los que se han constituido sobre una sola nación. Durante las deliberaciones del Primer Congreso Latinoamericano de Relaciones Internacionales e Investigaciones para la Paz, reunido en Guatemala del 22 al 25 de agosto de 1995, escuché decir al profesor noruego Johan Galtung que existen aproximadamente 2.000 naciones y solamente 200 Estados, por lo que el fenómeno general es el de la multinacionalidad de ellos. Según su opinión, sólo hay alrededor de 20 Estados nacionales. Todos los restantes son plurinacionales, cargados por lo mismo de latentes o manifiestos conflictos étnicos y culturales. Lo cual explica la eclosión actual de movimientos secesionistas y de guerras civiles dentro de los Estados por motivos raciales, culturales y religiosos.
Esto pone en evidencia que los conceptos de “Estado” y “nación” no sólo que no son iguales sino que no siempre marchan juntos, pues un Estado puede levantarse sobre dos o más naciones al paso que una nación puede dividirse políticamente en más de un Estado.
Por consiguiente, las fronteras políticas de un país, dictadas por el Estado, no coinciden necesariamente con las fronteras naturales establecidas por la nación. Quiero decir con esto que las fronteras estatales, generalmente impuestas por las potencias coloniales o por los resultados de las guerras, son artificiales y se deben a diversos factores geopolíticos que poco o nada tienen que ver con las fronteras étnicas y culturales establecidas de modo natural por la sangre, el transcurso del tiempo y la geografía entre los grupos nacionales.
5. El futuro del Estado. Veo un cierto paralelismo entre el proceso milenario de formación de los entes políticos —y su evolución hacia formas cada vez más complejas de organización— y el proceso contemporáneo de formación de las sociedades de Estados para defender lo más vital de sus intereses comunes. Ambos procesos obedecen a las mismas motivaciones. El hombre —ser incompleto e insuficientemente dotado para afrontar los retos de su propia subsistencia— se vio forzado a formar sociedades de ayuda mutua para poder sobrevivir. Así nacieron las asociaciones políticas que, desde la horda primitiva hasta el Estado moderno, evolucionaron de acuerdo con el ritmo y la dirección del movimiento universal que va de lo simple a lo complejo, de lo indiferenciado a lo diferenciado, de lo homogéneo a lo heterogéneo. El hombre, en el curso de los siglos, pasó de la horda primitiva a formas de organización social cada vez más amplias, más complejas y mejor logradas. El Estado, en consecuencia, no es más que el último eslabón conocido de la milenaria cadena evolutiva de las formas de organización social. Pero, como sus antecesoras, no puede aspirar a una vida eterna. El Estado es una categoría histórica. Está anclado en una determinada etapa de la historia del hombre de la que no puede desvincularse. Forzosamente vendrán en el futuro formas de organización social más eficientes para satisfacer las necesidades humanas. Esto es lógico. Una mirada retrospectiva nos muestra que la horda dio origen al clan, el clan a la tribu, la tribu a la confederación de tribus, ésta a la nación y sobre la nación se organizó el Estado. Lo cual demuestra la finitud de las formas de organización de la sociedad.
El Estado no puede aspirar a una vida eterna. Eso sería antidialéctico. Me atrevo a afirmar que se observan ya ciertos síntomas de obsolescencia del Estado. ¿Cuáles serán las nuevas formas de asociación que encontrará el hombre para buscar su bienestar? Sin duda serán formas más amplias de organización social que se vislumbran ya en la tendencia mundial a componer sociedades regionales y subregionales de Estados. Pasa con el Estado lo mismo que ocurrió con el hombre primitivo: para suplir sus insuficiencias integró sociedades. Son evidentes las insuficiencias del Estado respecto de los grandes problemas de escala planetaria que se presentan en la sociedad masificada de nuestros días: la promoción del desarrollo humano, la protección del medio ambiente, la explotación racional de los recursos naturales, la preservación de la paz internacional, la detención del >terrorismo sin fronteras, el control de la fecundidad, la lucha contra determinadas enfermedades, la regimentación de la >sociedad del conocimiento, la conducción de las revoluciones digital y biogenética, la defensa ante los desórdenes climáticos, la administración de la cada vez más escasa agua dulce del planeta. Todas estas y otras cuestiones deben afrontarse por encima de la fronteras nacionales. No creo que sea un despropósito, desde el punto de vista dialéctico, hablar de la crisis del Estado. Ella se demuestra a través de las cosas que ocurren en nuestros días. La propia tendencia a formar bloques de Estados con fines específicos o el proceso de >integración económica y política que está en pleno auge son una prueba de la insuficiencia del Estado, individualmente considerado, para afrontar los nuevos retos de la sociedad.
Han surgido problemas nuevos que, a semejanza de los fenómenos meteorológicos —vientos, temporales, turbulencias—, se desplazan sin consideración a las fronteras nacionales y desbordan la capacidad de los Estados para afrontarlos aisladamente. Por tanto, las respuestas sólo pueden ser transnacionales. Esa es la dirección en que hoy se mueve el mundo y que nos permite pensar en la proximidad de la obsolescencia del Estado.
Alguien dijo que el Estado ha resultado demasiado grande para los problemas pequeños de la gente y demasiado pequeño para los problemas grandes de la sociedad.
De otro lado, hay una tendencia a formar una suerte de gobierno transnacional que suplante a los Estados nacionales en algunas de sus funciones y que afronte problemas frente a los cuales éstos se han mostrado incompetentes, tales como la promoción de la paz, el desarme, la protección de minorías étnicas, los flujos migratorios, la producción en gran escala, la estabilidad monetaria, el combate contra el terrorismo sin fronteras, la brega contra el narcotráfico, el control de la tasa de fecundidad, la lucha contra enfermedades transnacionales, la defensa del medio ambiente, el combate contra la emisión de gases de efecto invernadero y otros problemas metanacionales.
Si bien no se trata de una “entidad” que reemplaza formalmente al Estado, sí es un proceso de articulación internacional que asume buena parte de las que han sido tradicionalmente responsabilidades estatales.
La globalización ha “desterritorializado” la política y la economía. Las ha liberado de su afincamiento territorial. El ámbito geográfico estatal para los efectos del intercambio mundial ha pasado a ser menos importante que el tiempo como dimensión de la economía. La dimensión temporal se ha superpuesto a la espacial, en el sentido de que lo que tradicionalmente se ha considerado como “nacional” ha sido desbordado por “lo global” y de que los Estados cuentan cada vez menos como factores de la actividad política y económica. Las “plazas financieras” no coinciden, como antes, con la diagramación limítrofe de los Estados. La “alianza” entre las telecomunicaciones, la informática y los transportes ha empequeñecido el planeta. Ha aproximado sus puntos más distantes. Ha vencido las dificultades que antes le imponía la geografía. Esto lo saben bien los actores políticos y económicos. A las <corporaciones transnacionales de nuestro tiempo no les interesa la territorialidad, en el sentido estatal de la palabra. Ven el planeta como un solo y gran mercado que hay que abastecer y a los ciudadanos, como sus reales o potenciales consumidores.
Concomitantemente, la era digital ha producido efectos determinantes sobre el Estado y sus elementos: pueblo, territorio, soberanía y poder político. La informática ha impactado contra ellos. Ha impuesto la velocidad como el signo de los tiempos y ha suplantado la dimensión espacial por la dimensión temporal en todas las actividades humanas. Ha superpuesto el cibesespacio —que es un “espacio virtual”, carente de corporeidad, cuantificado en bits y no en átomos— sobre el territorio estatal tradicional como escenario de la actividad humana. Y es allí donde se despliega on-line buena parte de las relaciones sociales. Dicho de otra manera, lo social estuvo tradicionalmente vinculado a un territorio, a un lugar físico, a un delimitado espacio geográfico regido por las leyes estatales y sometido a la autoridad política, donde las personas se encontraban e interactuaban. Hoy el encuentro e interacción, en gran medida, se dan en el ciberespacio, que es donde se realizan on-line muchas de las actividades humanas y se despliegan las relaciones sociales. En la era digital la “geograficidad” ha cedido paso a la “virtualidad” en la sustentación de las acciones humanas. La política, la información, las telecomunicaciones, las actividades académicas, la educación, la producción, las transacciones mercantiles, las operaciones financieras, la rotación de los capitales y otras acciones sociales, que antes tenían un referente territorial, han alcanzado velocidad de vértigo y escala planetaria a través de internet. El ciberespacio —escenario artificial forjado por los ordenadores— ha reemplazado al territorio estatal como base de muchas de las actividades sociales de nuestro tiempo y las soberanías estatales han quedado muy disminuidas. Muchas de las acciones que se desarrollan en el ámbito transnacional e ilimitado del <ciberespacio escapan al conocimiento y control de las autoridades políticas.
El enorme poder del capital financiero en el mundo digital y globalizado no tiene precedentes. Ha encontrado en los avances de la informática y las telecomunicaciones sus principales aliados. Puede cambiar su denominación, levantar vuelo e ir de un lugar a otro en pocos segundos sin que los Estados receptores estén en capacidad de impedirlo. Las facultades cercenadas al Estado han sido transferidas al capital financiero que en plenitud de poder busca alcanzar los mayores rendimientos en el menor plazo.
Hay una extraordinaria movilidad de capitales especulativos por el planeta, que son los responsables de las recurrentes <crisis financieras y de la inestabilidad general en los mercados monetarios, bursátiles, cambiarios y crediticios. La gran acumulación de inversiones de cartera sumamente volátiles, que abandonan un Estado a los primeros síntomas de inestabilidad, producen dificultades financieras, caídas bursátiles, devaluaciones monetarias, corridas de dinero, quiebra de empresas y despidos masivos.
De otro lado, en la era de las “megafusiones”, en que hay una creciente tendencia hacia la unión y la absorción de las grandes empresas del mundo desarrollado —incluidas las que manejan los medios de comunicación, que tienden a concentrarse en pocas pero gigantescas corporaciones a cuyo cargo está la función de informar y de comunicar—, se han desbordado las escalas nacionales y se ha convertido al planeta es un solo y gran mercado abastecido por empresas cada vez más grandes, cuyas cifras de ventas anuales sobrepasan el producto interno bruto de muchos países. Lo cual demuestra que adelanta un proceso de concentración empresarial de escala mundial que terminará por someter a los Estados, hasta el extremo de que en el futuro la soberanía y la potestad política ya no serán en la práctica atributos estatales únicamente sino también de las <corporaciones transnacionales que cubrirán el planeta con su poder. Los imperios del futuro no serán solamente los grandes Estados sino también los gigantescos conglomerados empresariales y, por consiguiente, los imperialismos venideros no tendrán al Estado como su único protagonista.
Howard H. Frederick, un estudioso de la Universidad de California en Berkeley citado por Gonzalo Ortiz, prevé que unas pocas corporaciones transnacionales —no más de cinco a diez— dominarán en el siglo XXI las principales estaciones de radio y televisión, los más influyentes periódicos y revistas, la edición masiva de libros, la difusión de películas y el manejo de las redes de datos. Esto significa que el control de la información, que en medida variable había sido tradicionalmente uno de los importantes elementos del poder estatal, tiende a desaparecer en la era de la >globalización. Lo mismo ocurre con la comunicación supraestatal a través de >internet y de los ordenadores. Sus flujos de información son muy difíciles de controlar, a menos que se deje fuera de la red a un país. Ha habido intentos de hacerlo por algunos gobiernos en relación con ciertos temas: el de la pornografía infantil en Estados Unidos y en Alemania y la información política y financiera en China. Pero han resultado escasas las posibilidades técnicas de interferir internet.
Los medios de comunicación han saltado las fronteras nacionales y las comunicaciones han alcanzado escala planetaria.
El reconocimiento de la caducidad del Estado se refleja en el proceso de integración política y económica de Europa. El Tratado de la Unión Europea celebrado el 7 de febrero de 1992, ratificado en fechas distintas por los Estados suscriptores y en vigor desde finales de 1993, al sentar las bases de la futura integración económica y política de Europa, previó entre otras metas la formación de la Unión Económica y Monetaria (UEM), la implantación de la moneda única y la institucionalización del Banco Central Europeo (BCE) para regir la política monetaria común.
En cumplimiento de tales metas se estableció el primero de enero de 1999 la moneda única —el euro— en once países de la Unión Europea, que ha reemplazado a las monedas nacionales en el marco de un solo mercado financiero y de una política monetaria unificada.
Esto significa que los Estados comprometidos en el proceso han renunciado a la “soberanía monetaria” y a la “soberanía fiscal”, que hasta hace muy poco tiempo se consideraban como atributos inalienables del Estado.
El proyecto de la <Constitución Europea, aprobado en Roma el 29 de octubre del 2004 por los presidentes y jefes de gobierno de los veinticinco Estados que conformaban la Unión Europea en ese momento, al crear órganos supranacionales de gobierno para ciertas áreas de la gestión pública comunitaria y al establecer un espacio supranacional de gestión gubernativa como respuesta a un mundo crecientemente interdependiente, cuyos desafíos, amenazas y peligros son demasiado grandes y complejos para abordarlos en la forma tradicional, significó la superación del Estado como forma de organización social.
No obstante, en la prognosis elaborada en el 2000 por un grupo de científicos norteamericanos patrocinado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el National Intelligence Council, para vislumbrar las condiciones del planeta en el año 2015 —plasmada en el documento Global Trends 2015—, se afirma que “los Estados seguirán siendo los actores dominantes en el escenario mundial, pero los gobiernos tendrán cada vez menor control sobre los flujos de información, tecnología, enfermedades, migrantes, armas y transacciones financieras, sean lícitas o ilícitas, a través de sus fronteras. Los actores no estatales, desde las empresas de negocios hasta las organizaciones sin fines de lucro, jugarán un papel creciente en los asuntos nacionales e internacionales. La calidad del gobierno (governance), así nacional como internacionalmente, determinará sustancialmente cuan bien los Estados y las sociedades compitan con estas fuerzas globales”.
En cierta forma Mijail Gorbachov coincidía con la opinión de los científicos norteamericanos. Veía las cosas estatales con optimismo. Pensaba que la crisis financiera y económica de escala global iniciada en Wall Street a fines de septiembre del 2008 había iniciado un proceso de revaluación del Estado. Afirmaba por esos años que mientras la crisis se hacía más profunda y más grave, se recuperaba el valor del Estado y se revertía el enfoque que había prevalecido en las últimas décadas acerca de su rol en la sociedad. Afirmaba que "el ataque contra el Estado fue lanzado hace más de treinta años. Margaret Thatcher y Ronald Reagan hicieron los primeros disparos. Economistas, empresarios y políticos apuntaron sus dedos al gobierno, considerándolo la fuente de casi todos los problemas que sufría la economía". Y agregaba que, "de manera creciente, el Estado fue desalojado de las esferas empresarial y financiera, quedando prácticamente sin poder de supervisión", por lo que, "una tras otra, fueron infladas las burbujas y, más tarde o más temprano, estallaron. Así tuvimos la burbuja digital, la burbuja de la bolsa de valores y la burbuja de las hipotecas. Eventualmente, las finanzas globales en su totalidad se convirtieron en una sola y enorme burbuja". De modo que, según la opinión del pensador ruso, el Estado recuperaría todo el terreno perdido.